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lunes, 19 de julio de 2021

Pueblo y pandemia

El siguiente relato titulado "Pueblo y pandemia" lo escribí durante los meses de confinamiento de 2020 para el I CERTAMEN DE RELATOS CORTOS PAISAJES DEL SILENCIO EN ESPAÑA. Se consideran paisajes del silencio a aquellos lugares que, contando con un rico patrimonio ecológico y cultural, están siendo abandonados progresivamente como consecuencia del éxodo hacia las ciudades.

La temática debía inspirarse en la vida cotidiana y los valores ecológicos, paisajísticos, culturales, patrimoniales o históricos de los pueblos y comarcas afectados por la despoblación y el abandono. Dichas historias podían ser ficticias o reales, no superando la extensión de 2 folios (DIN A4) por una sola cara.

A continuación adjunto el relato, basado en mi propia experiencia y nuestra vivencia como familia rural confinada en un entorno, en esos momentos, envidiado por gran parte de la población del país.



Pueblo y pandemia

En momentos como hoy, Valentina y Julia agradecen vivir en un pueblo de unos 800 habitantes aproximadamente.

Ellas, dos niñas de 9 y 6 años, respectivamente, no son conscientes de la privilegiada situación en la que viven. Aun estando confinadas en casa, y con las salidas restringidas, disfrutan de la tranquilidad y cercanía que da vivir en la España rural.

Por suerte, habitan una casa grande de varias plantas, con un amplio patio y un pequeño jardín (años atrás construido por su abuelo), y que por momentos ha sido uno más de los entretenimientos en estos días de hastío. En ese arriate han dado clases de jardinería, aprendiendo a plantar y regando macetas. Lo han usado para descubrir todo un mini ecosistema, escondido entre aloe veras y tomateras, compuesto por caracoles, mariquitas e insectos varios. Y para la familia, ha sido un incentivo más en los largos 
fines de semana de horas infinitas.

Los paseos tampoco están nada mal. Justo al salir a la calle, se respira un aire limpio y rejuvenecido, donde se ve el efecto que la primavera provoca en la naturaleza del sur de Andalucía.

Sus anchas y vacías calles les dan la bienvenida con árboles cargados de frutos, balcones y portales repletos de coloridas macetas y las típicas cortinas de pueblo. Las cuales, ondean al compás de la brisa en tardes de cielos nublados y atardeceres de cuento de hadas. La vida tranquila y sencilla de un pueblo, que no deja de ser inquietante, se ve sosegada por las particularidades que se dan en estos entornos de idílicos parajes.

Una de ellas convertida ya en rutina, es la llegada del panadero todos los días sobre la misma hora. El eco de su bocina se deja oír por la ventana entreabierta, que previamente ha dejado la madre. Las niñas captan el pitido y acuden de inmediato escaleras abajo a la llamada. Realizan el mismo ritual todas las mañanas. Recogen el dinero del mueble de la entrada y se posan en la verja de la puerta de su casa, el panadero las saluda y les acerca el pan y ellas le dan los buenos días y le entregan el dinero, cosa que las engrandece y las hace sentir partícipes de la vida adulta. Acto seguido se despiden, y tras cerrar la puerta, lavan y desinfectan sus manos para seguir haciendo sus tareas.

Esto no es más que otra muestra de lo gratificante y enriquecedora que es la vida en los pueblos. La familiaridad con la que se vive el día a día en actos cotidianos que, en época de pandemia se vuelven más necesarios y heroicos. El personal del ayuntamiento se preocupa en dar respuesta a los vecinos llevando mascarillas y gel hidroalcohólico a las casas, o acercando las medicinas a los mayores. Los dueños y trabajadores de las tiendas portean la compra al domicilio de los vecinos más vulnerables, y los agentes de seguridad de los pueblos colindantes, les hacen llegar a los niños recortables, diplomas, 
chuches y multitud de ideas similares que les hacen la situación más llevadera y soportable.

De este modo, Valentina y Julia no tienen conciencia de que, por un momento, se les ha robado la primavera y la convivencia con sus familiares cercanos y con sus congéneres. No perciben una situación de estrés que las ahogue entre cuatro paredes, y no extrañan un espacio delimitado para jugar. Ya que, para ellas y miles de niños que, como ellas, viven en pueblos pequeños, las calles y las propias puertas de sus casas, han sido escenario de juego mil veces. Favorecido todo ello, por el hecho de vivir en un entorno rural de paisajes silenciosos, donde si antes había poco tráfico, ahora los coches parecen haber desaparecido.

Los tractores se han convertido en máquinas de limpieza y desinfección. Los pequeños agricultores y ganaderos, antes poco valorados, han pasado a ser miembros de una élite selecta. Todo ello claro está, para la gente que no sabía valorarlos ya que, para sus vecinos, nunca han dejado de ser una de las piedras angulares de su sistema de vida.

Hoy se agradecen más que nunca los gestos tan habituales en los pueblos, a los que por estar acostumbrados no hay que menospreciar. Ese manojo de espárragos, que con recelo acerca su vecina a la puerta, cubierta de barro de cintura para abajo, ataviada con guantes, mascarilla y gorro. La docena de huevos que a su abuela le ha dado su vecina, y que comparte con ellas haciéndola llegar a través de su padre. El cual sale todos los días a trabajar, mientras la madre ejerce, como muchas otras mujeres, de maestra y madre a la vez. Las cerezas del cerezo que el abuelo cuida con esmero todos los años, para que sus nietas, Valentina y Julia puedan disfrutar de una de sus frutas favoritas. Y que este año, un virus del que casi les cuesta recordar su nombre, ha impedido que puedan recolectar juntos.

Sin lugar a duda, una pandemia ha confirmado lo que mí corazón ya sabía. Sin estar para nada en contra de las ciudades, el progreso y la libertad, la España rural y medio vacía de la que a veces se habla y de la que en ocasiones he querido huir, es el mejor lugar donde quiero criar y educar a las coprotagonistas de este relato.

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